
Créase o no, en aquella temporada iniciática, el Colorado metió la nada despreciable cifra de 6 goles en 14 partidos (Horneros entró directamente en la segunda ronda) y fue uno de los puntales del campeonato y el ascenso a la “A”. Sólo quedó detrás del mítico Cucharita Slonimsqui y compartió los honores de ser el segundo artillero con otro símbolo del equipo, el siempre añorado Sebastián Sotelo.
La súbita racha luego originaría todo tipo de ridículas apuestas que mucho después hicieron las delicias del resto del plantel. Kaminker prometía conquistas por decenas y el gran filósofo Javier Salorio aumentaba su colección de champagne a cada año que pasaba. Pero lo que nos importa ahora es que era 1994 y Thomas Brolin, aquel sueco que festejaba sus tantos con un gracioso trompo en el aire, llevaba a Suecia a un histórico tercer puesto en la Copa del Mundo.
Allí surgió la comparación. Claro, además del asiduo contacto con la red, uno y otro tenían el mismo origen: la fría Escandinavia. Parecía como si ambos hubiesen nacido en un helado fiordo a orillas del mar Báltico, gritando goles que se repetían por miles en un eco interminable que se iba camino al océano.
Pero también había otros que preferían decirle Robby Baggio, demostrando lo generosos que eran por entonces los apodos para con Kaminker, quien lucía un peinado antológico: cabeza rapada y trencita que bajaba hacia la nuca, al mismo estilo que el hábil italiano. Pero lo de Brolin tenía sin dudas mayores paralelismos, en el juego y en lo físico también.

El Escandinavo hace rato que abandonó el uniforme de gala y se puso el overol, aunque cada tanto nos deleita con su célebre “enganche de vieja”. Cualesquiera sean las condiciones en las que llegue al partido, siempre deja todo en la cancha y suele mantener entretenidos diálogos con los jugadores rivales. Lo que se dice un grande de verdad.
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